sábado, 29 de noviembre de 2008

A la italiana.

No hará ni dos meses que quedé con un colega del trabajo, del cual me despidieron en este estío, para tomar unas copas en alguno de los bares nocturnos situados en corazón del puerto. No es que sean esos bares santo de mi devoción, están poco concurridos ya por Octubre, y no hacen más que evocar el verano ya expirado, y su calor a veces sofocante, y sus olas serenas, y sus chicharras y de rechinar imparable, y su brisa adormecedora, y sus bikinis de infarto y, en definitiva, esa incertidumbre que se obstina en recordarte que no has cumplido tus expectativas, que has dejado, una vez más, escapar 4 meses de tu vida, tiempo que no sabes si alguna vez precisarás o echarás de menos, pues yo al menos ya añoro los años de mi adolescencia; tiempos pasados, pasados son, sin embargo ¿quién no volvería atrás en el tiempo a azotarse una bofetada aleccionándose por los errores cometidos en el pasado y de los cuales aún se arrepiente? . Todavía en entretiempo y aun salpicado del chispeo de unas nubes caprichosas, en el preciso instante en que sale a la calle, podía uno ir más ligero de ropas.

Era poco más de medianoche cuando llegué al primer bar, poco importa lo que ahí sucedió, precisamente porque nada sucedió digno de mención, si no es digno de mención el discurrir de una hora, tiempo que aprovechamos para ponernos al día sobre nuestras vidas. Fue en el fugaz camino que distanciaba a ese bar del siguiente, donde obtuve las primeras informaciones de la italiana. Según me dijo M., se trataba de una chica de unos 28 años, de clase alta y de una belleza abrumadora, había venido para pasar unos días en Mallorca, a costa de un empresario inglés de unos 45 años que vive a cuerpo de rey con sus yates, sus mansiones, sus paseos en helicoptero, su degustación sibarita... En resumen, todo aquello que se pueden permitir los bolsillos rebosantes de billetes de 500 euros.

Nada más entrar en el segundo bar, pude comprobar que M. estaba en lo cierto, la italiana estaba de muy buen ver según la moda, si bien coincidí en opinión con dos tipos- que conocía someramente de mis escapadas del verano por estos garitos- en que era muy poco mujer y que sus principales bazas eran su rostro y su estilo. En otras palabras, que tenía muy poco donde tocar, aunque creo que puedo confirmar que cualquiera de ellos, si pudiesen, aprovecharían la ocasión de aliviarse entre sus escasas carnes. De primer golpe, si algo tenía de destacable era su indumentaria, lucía ropa informal, a saber: vaqueros, con camiseta blanca ajustada y zapatos de tacón blancos. Nada en especial desde luego, no obstante se le denotaba cierta calidad en las prendas, algo así como discreción del derroche, además de que iba bien acicalada; tanto maquillaje lucía que hasta se le notaba, lo cual no hace honor a la utilidad del maquillaje.

Ni siquiera nos fue presentada, M. la conocía y ya sólo por eso creo que debería haber dado pie a entablar un contacto, aunque para charlar en inglés fuera, pues ella no entendía ni papa el castellano. La primera impresión no fue ingrata en cualquier caso, la chica parecía graciosilla, simpaticona, incluso sociable. Primeras impresiones, aquellas engañosas como ellas solas, no son de muchos fiar; mala cosa llevarse una buena imagen de primeras, pues luego puede decepcionar, mas aquel que da una nefasta imagen inicial, luego puede sorprender. A medida que el tiempo discurría con su lento andar provocado por un hastío inefable ante conversaciones tan vacuas como el consumo de hachís, mis miradas valorativas de soslayo que le clavaba a la italiana me causaban cada vez una mayor decepción. No sé si todo el mundo tiene esa percepción, mas hay personas a las que se le puede achacar prejuicio sin propio perjuicio, es decir cruelmente hacer una valoración injustificada, carente de todo argumento firme. Tal como digo, tal cual hice y debí dan bien en el blanco, según más tarde pude comprobar.

Avispado como él solo, M. se dedicó a pincharme con palabrejas y comentarios, siempre sobre la ostentosa y pretenciosa vestimenta de la italiana, que aunque discreta, se le veían unos brillos sospechosos. Pues bien, la bella muchacha, capaz de endurecer los solomillos más amojamados, tenía pendiendo de su cuello un colgante que según le dijo a M. estaba valorado en más de 500 euros. Era de una empresa de pedrería italiana, y que no se me pregunte de cual era, que soy completo ignorante en esos aspectos. Pero no tan sólo era eso, sino que además, y de la misma empresa, llevaba su pulsera y por añadidura un cinturón, que superaba con creces a todos los demás precios. Pude ver una mirada cargada de encono contra mi persona por esos ojos marrones y esa narizota tan clásica de su península. Era sin duda debido a que el muy taimado de M. primero me hablaba a mí y luego le integorraba a ella, vamos que la chica estaría viendo un interés de mi parte por el precio de sus joyas, quizás sospechaba de que le pudiera arramblar alguna, aunque también supongo que le traía sin cuidado. Mantener una conversación con ella era ya pedir peras al olmo.

Nos movimos. Mi antigua jefa se me agarró del brazo y fuimos conversando hasta el siguiente antro, plagado de maricas, cocainómanos, putas y gentuza de todo jaez. Me pedí una cerveza a la que fui invitado por el ricachón (Oh sí) y pude comprobar como mi antigua jefa se fijaba y hacía un comentario alabador sobre el calzado de la italiana. Yo la verdad no tengo ni idea de zapatos, si llega a llevar unas vans tal vez me hubieran llamado más la atención, sin embargo son las mujeres más perspicaces en ese aspecto, que bien sé yo que su famoso instinto femenino va por esos derroteros tan superficiales como absurdos. Naturalmente me picó la curiosidad y tenía que informarme, mediante mi intermediario, del precio de los blancos zapatos de tacón, y así fue, 1500 euros. Pero vino acompañado por una arenga capciosa por parte de la chica, y encima en inglés. Por lo visto es de mala educación preguntar por el precio de la vestimenta, ahora bien, preguntele a un indigente por el precio de su ropa y compruebe si se molesta o no; mal ejemplo, el indigente a pesar de que sabe hablar, de que no delinque, de que hace su vida del modo que le ha dado la gana y de que no molesta más que ocupando algún banco, no tiene ninguna educación, tiene más educación aquel que se ve importunado por una pregunta tan indiscreta como el precio de sus zapatos, vease aquí, la italiana. Y su discurso fue capcioso, pues en un primer momentó no eché cuentas de lo que realmente suponía (ya iba algo ebrio), fue sin más, ni más: "Yo desnuda soy igual que tú, soy una persona igual que tú si estando sin ropa delante del espejo" y toda esa retahíla clásica de los cuentos de niños ricos. En otras palabras, nuestra tan bien instruida italiana, con su honor, honra, cortesía, deferencia, formas y valores, estaba sugiriendo que desnuda era igual que tú, lector, o que yo, sin embargo vestida, no debía de serlo, o al menos eso se piensa ella, debe ser que una persona vestida de Gucci es más... o menos... ¿Se le ocurre a alguien algo distinto a insertar en los puntos suspensivos algo excepto adjetivos o sustantivos del tipo pretenciosa, prepotente, superficial, despilfarradora, estúpida o imbécil para el más o del género humana, inteligente, moralista, filósofa, profunda para el menos? A mí no, pero también me parece realmente lamentable esa actitud y es probable que quien no me comprenda, sea capaz de insertar otros adjetivos del tipo "más rica" o "menos envidiosa". Pero no estoy yo aquí tratando de envidias, yo no envidio eso, no va por ahí mi camino y hace tiempo que lo tengo más que asimilado y bien contento que estoy de ello, que sí, que debe estar muy bien viajar día tras día en tu yate, recorriendo el mediterraneo, pescando en alta mar, contemplar los acantilados de Grecia y fornicar con tías distintas cada semana, pero a costa de qué. Hete aquí la cuestión. Y como no voy a ser yo el que lo diga, que sino un prolijo texto me quedaría, lo dejo para que se reflexione.

1 comentarios:

Gargara Profunda dijo...

Me ha encantado este articulo, he disfrutado mucho leyendolo.