miércoles, 25 de febrero de 2009

Todo y nada.

Sentado en mi silla que me recuerda tristes y lúgubres caserones con aroma de humedad, senectud y pasos de cucaracha, rodeado de la ceniza que con sus caprichosas formas cubre la mesa, con el paquete de tabaco de liar abierto, los filtros esparcidos entre el suelo y el cristal, escuchando un grupo que jamás pensé que me consolaría en mis momentos bajos, medito en cuál ha sido la utilidad de acabar con unos estudios. ¿Habré dado un paso adelante? ¿Supone eso una mejora? Recuerdo con la nostalgia de una alegría de hace dos meses, como me satisfizo consagrarme como pedagogo, para ahora ver como pasa el tiempo sin tener más que ofertas de trabajo en las cuales ignoro si se dignarán a hacerme una entrevista. Espero con miedo el regreso del verano, y la incertidumbre, una vez más, me embarga por lo que podría haber hecho, pero que no he vuelto a hacer. Cabe la posibilidad de que a pesar de todo, otra vez me vea envuelto entre platos, fregonas y olores de Avecrem, ganando un mísero sueldo a cambio de asentir las dinámicas reglas del jefe que adapta su filosofía a la situación, y no la situación a su filosofía. Quizá yo haya esperado menos de mí, menos de lo que podría dar y por ello ahora me veo envuelto en todo y nada. Aún soy joven, que gran frase, "Todavía soy joven, por lo tanto, ya me estoy acercando a ser viejo". 27 años no son poco precisamente. Cada día me atormenta la idea de envejecer, y por ello me regocijo en el calvario del tiempo. No pasa lento, y me resulta difícil verlo como una etapa, me veo casi como cuando tenía 15 años, pero con menos motivaciones anodinas y ninguna parvedad como inquietud. Precisamente, cuando compruebo ese malestar de parón evolutivo, me pregunto si no llevará razón mi padre al pensar que sus ideas no son antiguas, sino mejores ¿Me estará pasando lo mismo, que por creer que no crezco mis propensiones entonan con las de un púber?

Terminé La Regenta, y me pareció el más célebre libro de la literatura española; casi siempre que termino un buen libro, me parece igual. A los dos días aún quedan en mi mente sus salones, sus calles, sus rostros, su idiosincrasia, se vuelven gente conocida, parte de mí, y me entristece no saber como terminaron sus días Don Fermín De Pas, Don Álvaro Mesía o Anita. Pedí tres libros hace dos días, y ya estoy impaciente por poder sumergirme en sus páginas y alejarme por momentos de la soledad de mis sentimientos, que encuentrarán reposo en las palabras de Dostoievski o Houellebecq. No sé si adentrarme en otro libro o esperar ansioso; tengo Rayuela y Trópico de cáncer en el tintero, indeciso entre el fuego sordo de Cortázar (que gran capítulo el primero) o la sexualidad de Henry Miller. Cuantas veces me he visto indeciso, y cuántas veces yerro por no ser capaz de decidir lo que más me beneficia "Quien bien tiene y mal escoge, que por mal que venga no se enoje". Tendré que aprender a servirme de algo que no sea instinto. Por ejemplo, la experiencia.

No hallo ni sosiego y ni olvido más que en el sueño, fiel aliado del hombre entristecido, que se abraza al consuelo de estar despierto el menos tiempo posible, dejando así de lado todos sus contratiempos y desdichas tan comunes en la existencia. Se trata de que hay cartas con las que no puedo jugar, siendo la principal aquella que se ve como comodín, pero que puede ser espada de doble filo. Y al final todo termina igual, un texto aburrido, una búsqueda del cielo en la mecanografía. Y hacia delante.