miércoles, 21 de enero de 2009

De la imprecación a la consagración: el volteo de la sábana.

Y seguirá el relente planeando por la atmósfera en las noches largas del invierno, cuando tus ojos se abran para comprobar que la luz que te molesta no es más que un halógeno de hospital. Albergaste la esperanza de que habría algo detrás de la cortina, que el fulgente velo que cubría tu mirada ocultaba tras de sí un nuevo mundo, un edén, o quizás los campos Elíseos. Deseabas más bien los campos Elíseos, donde Afrodita te increparía por tu frivolidad y egoísmo, donde hallarías consuelo y alivio en alguien que al fin te comprende, y que por ello te abodaría con reproches y culpas. Y sobretodo por tu fe ciega en la estrella que protege tu destino. Destino, feo vocablo, iluso vocablo de quien se ampara en sombreros de ala ancha, o en gorras como las de jugadores de baseball. Porque no es más que tela, simples costuras, que pueden costar un pálpito que jamás regresará, tan imprescindible como era, para seguir el ritmo que dirige la melodía del respirar. Inspirar y expirar, de modo abyecto, irrespetuoso, maquinal. La máquina, tan fría y metálica, invertirá las tornas, y será la que decida la música de tu corazón, que continuará anhelando bombear sangre en favor de la serenidad de infinitos océanos, donde tu barco no hará más que buscar incesantemente algún remolino, o místicos leviatanes para dar emociones en la travesía. Quizás nunca llegues a asimilar aquel refrán "Tanto va el cantarillo a la fuente que al final se rompe".

Vagas imágenes vinieron a mi memoria, de tiempos pasados y momentos entrañables: tantas horas, tantos días, tantos años, como para ahora verte rodeado de tubos de plástico y lágrimas de amor en estado puro. Sería tu traición lo que llevó a mi imprecación, tan descarada y tan íntima, plasmación de la falsedad en papel cliché. Mera fábula y visceralidad efímera. Aun me instalé en un piso más abajo, sin preocuparme lo que realmente ello implicaba. Pero tú bien sabes que no era posible la consistencia y eternidad de este impulso, cuyo asentamiento no era más que ensoñaciones de dignidad herida y zaherida. Heridas que siempre dejan cicatriz permanente, trocada en convicciones, mas sin sangre y sin dolor. Cuanto daño, por no tener un tititero que moviera tus hilos; y tú, marioneta de tu propio instinto, terminas yendo al río, contra las cascadas y aguas turbias, para fallecer o ser salvado antes de dar el último suspiro. Pero a nadie le gusta esa acción tan propia de ti y que tan mal interpretas en este teatro de la vida. Tiendes a acabar entre sábanas y batas con el culo al aire. De suerte que tu estrella y titiritero acaban por socorrerte cuando el tiempo más apremia.

Tu arrimar el ascua a tu sardina provoca que no mires por los demás, tal como ellos hacen contigo. La vida es un doctor en existencia, que nos obsequia diversas experiencias. Es ella misma una transducción, donde tus acciones tienen repercursión. Y no perdona, tal vez alguna vez obvie que sigas de pie, mas te diría que dejes de llevar el cantarillo a la fuente, será mejor que bebas agua del grifo, por mucha cal que posea o por muchos pesticidas hayan penetrado la tierra.

Riesgo. Que sería de la vida sin algo de emoción, sin mostrar nuestra valía, nuestra valentía y capacidad de afrontar los reveses que nos encaran. Y sin ser encarado, una vez más, cuando parecía que te comenzaban a crecer alas de ángel y que el cielo comenzaba a despejarse, mientras contemplabas aquel distante punto de luz, que no sabías si era planeta, o satélite, o estrella, pero que querías conocer y examinar, tal como el punto sentía inquietud por aquellos ojos negros que le oteaban desde esa silla de cuero sintético, cuando las alas blancas comenzaron a desgarrar tu carne dándote tal placer que ni en todas las noches de pasos renqueantes y polvos blancos o rosa de un mínuto hallaste, entonces volviste a sumirte tu vicio más atroz, dando de lado una vez más todo lo que de verdad importa. Equivocado es como está ese punto de luz, tan ingenuo como tu esperanza en comentar tus fallos con Afrodita.

Y mi perdón, por mucha consagración que te enaltezca, no está merecido, no después de haber traicionado la afinidad y haber asido la lanza del astillero. Bien sabías que me iría, que no querría guerras innecesarias, y aun así clavaste con denuedo ejemplar su punta en mi médula, sacando mi esencia y desafiando lo que no se debe desafiar. Pero el lastre de la impreciación, eso ha sido suficiente tormento.

Sólo espero que esta trasducción de la vida mute en tu consagración como hombre y dejes de comportarte como el oso a punto de extinguirse que tanto se cuida y tanto nos daña si nos abraza en su soledad. Y que no puedan decir de ti que "De casta le viene al galgo".