viernes, 16 de mayo de 2008

El fantasma de J. 3

Nota : Si se piensa leer entero, recomiendo empezar desde "El fantasma de J.", el cual está más abajo.

Las malas o buenas costumbres nacen según las circunstancias, más que por el propio individuo. Cuando empezamos a ver que algo nos da resultado, continuamos haciéndolo e incluso generalizamos esa tendencia dando por hecho que lo que ha tenido un fin deseable, lo seguirá teniendo. Claro está que cuando se da una circunstancia particular y extraña la costumbre se precipita sobre el acantilado; o se modifica o se está destinado a la perdición. El destino no existe, el destino nos lo creamos nosotros, otra cosa es que se den unos hechos que construyan determinados diques que no permitan al agua pasar, pero siempre estará en nuestra manos derruirlos, erosionarlos, derrumbarlos y dejar que el río siga su curso. Más complicado sería quedarse mirando el muro y echarse hacia atrás buscando nuevos surcos y vías de escape. De acuerdo, a veces puede ser algo inconsciente y que, sin darnos cuenta, nos choquemos irremisiblemente y busquemos soluciones que nos desvíen de nuestros propósitos al plazo más inmediato. La inmediatez es un gusto, un placer diría yo, el que nuestros objetivos se vean nutridos por las consecuencias más próximas nos causa que nuestras sangre fluya con más energía y limpia, que nuestro corazón palpite con más fuerza, que nuestra alma se sacie y que nuestra mente encuentre un descanso, al menos pasajero. Mas no hay que olvidar que esas recompensas tienden a tener precisamente solo consecuencias repentinas y muchas veces efímeras, como el que contempla el cielo nocturno y atisba una estrella fugaz, placentero y poco duradero. Los grandes propósitos requieren grandes obras o eso que llaman golpes de suerte, que al final no son más que la dependencia de la decisión de alguien en escalafones más altos dentro de una jerarquía determinada que no voy a establecer aquí. También se puede llegar a la cumbre por sus propios méritos y aún así caer de bruces, precisamente por esa sanguijuela que se sitúa por encima nuestra, que sonríe y que tiene tantas virtudes como un helecho. A ellos les da igual, porque continuarán llenando sus panzas.

Me acostumbré a andar con las medidas justas, pocas veces me había encontrado con contingencias en lo que a seguridad se refiere. A los policías que iban de paisano, se les reconocía a la legua, se pedían zumos, iban vestidos de forma que pretende disimular pero que no hace más que dar el cantazo y además nunca fueron solos. Por donde vagábamos el material y yo podía haber una redada y un par de golpes para escarmentar a algunos cabezas perdidas, al igual que había Dios sabrá que tipo de delator que nos prevenía. Estaba todo minuciosamente calculado para lugares de alto riesgo que, al fin y al cabo, eran a su vez los más susceptibles a ser violentamente investigados. Claro que un bar en la universidad donde hay una relativa libertad y donde las autoridades no acostumbran a plantar los pies previo aviso ¿Cómo iba yo a pensar que me podía topar con semejante contrariedad? En general, más que la seguridad me preocupaba la imagen, no quería parecer un camello de tres al cuarto, digamos que la gente ya te mira de otra forma, o eso creo porque en mi caso no llegué a verme en tal atolladero. Me tomé las cosas con calma y como una pluma que es arrastrada por los designios del viento dejé que la brisa guiase mi caminar. Acostumbrado a no tomar más que las medidas más protocolarias, dejando de lado las oportunas, sonreía a mi suerte, porque el problema estaba en que lo que hice fue depender de mi suerte, o sea de los sujetos que se mueven por el mundo, y eso tarde o temprano te azota, fuerte o suavemente, pero te azota. Me azotó.

Estaba relativamente intranquilo en las horas siguientes de la venta, porque era consciente de que D. me podría haber estado observando durante todo el tiempo, haberse percatado de la operación y haber determinado el barrunto acertado que, a su vez, era el más preocupante. Sin embargo estaba constantemente preguntándome si realmente el que me hubiese visto significaba también que se hubiese dado cuenta de qué hacía allí. Me cuestioné si hombre tan culto, preparado y prestigioso estaba observándome por puro gusto, mirándome con gesto odioso o si se había dado cuenta de todo el pésimo teatro que producimos. En verdad cuando noté su mirada fija en mis espaldas, me sentí como si hubiese dado un golpe a mi alma, sentí como si un bloque sólido y pesado hubiese llenado de súbito todas mis entrañas abriéndose paso. Cuando el comprador se fue tan tranquilo y satisfecho, con su suspiro y su sonrisa, fue como si se hubiese misteriosamente roto la burbuja de seguridad que me rodeaba; no por él, que poca autoridad le era supuesta, sino porque fue en ese justo instante cuando en mi mirada de soslayo reconocí a D. y los sudores y el malestar embargaron mi ser. El corazón me palpitaba con una fuerza sobrecogedora e incluso notaba el pulso temblar, notaba nerviosismo y miedo en mis andares y en mis formas, si hubiese tenido unas gafas me las hubiese empezado a poner y a quitar, si hubiese tenido un boli no hubiese parado de darle vueltas, pero me llevé la mano al cuello haciendo ademán de rascarme. Mi compañero, que por lo visto no apercibió nada de la acción, continuaba en su mesa y se mantenía enfrascado en los anuncios clasificados en un periódico de tintes poco ideológicos y muy partidistas. Definitivamente, no podía quedarme ahí por más tiempo, se delataba mi excitación y desasosiego sobremanera; me di cuenta, en primer lugar, porque a mi compañero le dije con acritud y desdén que me iba, que tenía prisa; y, en segundo lugar, es que antes de despedirme tan hoscamente había visto mi imagen pálida e inquieta rayana en el delirio, reflejada en una vitrina de chocolatinas que tenía un sucio y manoseado espejo, pareciéndome que un loco estaba mirándome mientras me suplicaba auxilio y soledad; consideré hacer caso al orate y su mirada lastimosa. Al llegar a mi casa me encontré con la soledad deseada, con 40 euros más y con un arrepentimiento y con una aflicción que recorría a la par que mi sangre todas mis venas. Un decaimiento físico y psíquico me invadía como si la muerte estuviese llamando a la puerta para viajar con un ser querido. Me aplomé en el sofá al ritmo de una piedra que se deja caer desde la mano, repasaba todos los momentos, cada uno de los momentos, como si mi vida fuese en ello. Si ese hombre me había visto, posiblemente rebosante de rencor y ansias de venganza por mi falta de respeto de tiempo atrás, si todavía quedaba un resquicio de inquina por mi desaire y agravio, si era él quien pretendía ser el juez y ejecutor de su misteriosa frase "Todos los errores se pagan" y si lo que yo cometí lo sentenció como uno de esos errores, entonces estaba perdido. Me tenía que poner manos a la obra; tenía que avisar a N. de que dejaba de vender por una temporada y luego intentar investigar por mi propia cuenta si ese hombre me había visto. En caliente no barajé muchas ideas y elegí a corto plazo la que me parecía más adecuada, si cortaba la venta me podía ver también envuelto en más problemas. No se puede dejar de vender así como así, normalmente eso supone que algo ha pasado y un estado personal poco apropiado puede dar lugar a sospechas de los pisos más altos, extrapolando así parte del miedo y desasosiego a los "jefes". Me encontraba en un dilema y pensé que tal vez lo mejor sería esperar a que las aguas turbias, que posiblemente estaban ofuscando mi razón, trocasen en corrientes mansas para tomar decisiones más acertadas antes de meter la pata sin remisión. Para ello y sin pensármelo demasiado consumí compulsivamente cocaína y alcohol solo en mi casa, me preparé el material, una copa de güiski que se vaciaba y volvía a llenar como si tuviese una una manguera que absorbe y otra que rellena, el estado de ánimo poco a poco se iba estabilizando pero en un nivel también de perturbación, algo enajenado por el estado psicológico débil, por el consumo excesivo de alcohol y alcaloide de forma conjunta, lo que me provocaba excitación, confianza, fatuidad y cierto valor para avanzar sin mirar atrás. Estaba continuamente dándole vueltas a si realmente me habría visto haciendo la mala arte y pensando las distintas variables que derivaban del desconcierto; de esas dispares características llegaba a conclusiones claramente instigadas por mi deseo de que su vista cortante tan solo hubiese sido una casualidad, un reproche por los viejos tiempos, el recuerdo de una cara conocida, envidia y celos por mi áspera y agraviante frase y otras posibilidades de lo más disparatadas e inverosímiles. A momentos me apretaba la cabeza con furia y odio por mi falta de precaución, por mi deje a la dicha de los motores de la vida. Aunque era posible que ese hombre no hubiese detectado y concluido cuales eran mis intenciones al hablar con ese chaval, no podía arriesgarme, tenía que dejar el asunto por una temporada, era demasiado arriesgado. Fuera de mí, colocado pero consciente de mis acciones, por costumbre más que por fortuna, juzgué óptimo llamar en ese momento a N. y decirle que tenía que iba a dejar de pasar una temporadita, que estaba un poco agobiado por tanta llamada y tanta presión. Pero claro, el problema radicaba en que lo más posible era que notase cierto temor y falsedad en mis palabras, sentía como si un hombre con su experiencia no sería capaz de escuchar a la legua el chirriar las bisagras de los postigos si significaba que le estaban mirando; un zorro viejo como ese, que lleva años no preocupándose en otra cosa que en cuidar su reputación dentro del entramado de las autoridades, era muy probable que comenzase a hacerme preguntas empujado por el recelo que causa alguien que, con unos ingresos importantes y una oportunidad como tuve yo- que fue como caída del cielo- deja de vender de un modo tan intransigente e inexplicable.

Así, con la certidumbre de que era el momento propicio para terminar con el dilema de raíz, lo que no hubiese sido del todo disparatado si me hubiese encontrado en un estado psicológico parco, decidí marcar el número de N. Aunque aún a día de hoy diez años después no sé si esa fue la decisión acertada, o más bien dicho el momento acertado, puesto que aunque la ebriedad tiene sus desventajas, también acoge muchas veces la escusa perfecta para justificarse de los desatinos. Si veía que peligraba mi integridad por esa llamada tenía las espaldas cubiertas por la borrachera, lo cual N. llegó a comprender, siempre y cuando sea él el confesor de esos temas. Claro que igual que si se da un desentendido durante el momento crítico, también puede darse un entendimiento y que este sea tomado como un momento bajo provocado precisamente por el alcohol. Así que estaba jugando con un arma de dos filos, no obstante en ese momento no estaba yo como para hacer malabares mentales y llamé a N., quien se lo tomó a la ligera me pareció a mí. Lo comprendió por donde tenía que comprenderlo, juzgándolo como canguelo y propia indulgencia, que aunque algo deshonroso y degradante era la única salida para empezar a atisbar un centelleo de luz en una situación tan comprometida y complicada. Así que por lo que a N. respectaba no había ningún problema y aludió a una oración bastante reconfortante "Tranquilo, es un momento malo, cuando quieras volver no tendrás problemas". Eso me intrigó en exceso, demasiada amistad leía en sus palabras, barajaba dos opciones, una en la que ese sujeto estuviese embadurnándome de confianza y buenas formas para después darme un golpe bajo, una paliza, amenazas o cualquier otra treta de los profesionales de la droga, incluso pensé que ahora mi cabeza corría peligro, aunque tampoco podía descartar la opción de que tal vez me lo dijo por pura costumbre que tenía de que todos sus camellos en determinadas situaciones o en momentos específicos de la venta al por menor, pasaban unos momentos malos y similares a los míos aunque se posasen sobre causas distintas. En cualquier caso, me enteraría en los días siguientes. De momento mi intrigaba más el oprobio, denigración o denuncia que podía utilizar D., hombre que estaba seguro angustiado por no haber conseguido una venganza.

Realmente pensé que tal vez D. no le dio tanta importancia al asunto como yo le estaba dando y que quizás sería algo efímero e insustancial, algo a lo que estaba acostumbrado. La cocaína se consume en todos los estamentos sociales, desde los más bajos a los más altos, tal y como sabe todo el mundo. Sin embargo, podría ser que el hecho de que yo pasase fuese para D. una significación de que la providencia se la podía tomar por su mano, en respuesta a mi agravio en aquella mesa del bar. Además en un primer momento la angustia fue decreciendo progresivamente, cabría decir que exponencialmente, ya que en todo caso no había ninguna prueba ni ningún tipo de causa que me inculpase además del rencor de un hombre envidioso. Podría haber interpretado que yo simplemente le pasé unas llaves al chaval o cualquier otra estupidez equivocada y haberlo olvidado ya. Eso me tranquilizaba, hasta que me crucé con D. en mi barrio en dos ocasiones; dos días seguidos. Eso me escamó, no era normal, no lo había visto durante meses y ahora resulta que después de habérmelo topado observnándome mientras vendía, estaba rondando por mi barrio. El asunto apestaba.

(Continuará)