jueves, 29 de mayo de 2008

El fantasma de J. 4

Rencor, inquina, odio... ¡Oh! que amargos sentimientos y pobre de aquel que por naderías se embarga de ellos. Menudencias, ¿Porqué complicar a nuestras neuronas? ¿Porqué adaptar a nuestras sinapsis a tomar el rencor como insignia, como estandarte?. No es más que mirar hacia atrás y dejar que nuestros corazones se empapen en odio y pensamientos viles, convirtiéndonos así en abyectos. ¿Tan difícil debe resultar olvidar unas simples palabras? Naturalmente, las acciones que tienen una repercusión sobre los demás, serán algo más que un ladrillo en ese edificio, serán cuanto menos los planos y, a partir de ahí, ya nos guían por donde se tiene que construir esa nueva casa. Por una acción, una simple acción, te pueden meter en el más profundo de los atolladeros, sin llegar a pensar que, al fin y al cabo, si tienen la capacidad de hacerlo y aunque sus vidas estén tomando algunas vías florecidas y soleadas por un fulgente sol de primavera, por maldad son capaces de interrumpir otros caminos. Bien y mal, ética y pecado, ¿Dónde estarán los límites? Complicado desde luego, ni la Santa Inquisición fue capaz de detener los crímenes, los delitos y los supuestos pecados, no lo encontraremos en libros de religión, ni en constituciones, tampoco en los políticos, poco tienen que decir ellos al respecto. ¿A quién escuchar, sino a nosotros mismos? Pero claro que, en según que individuo, escucharse a sí sería como escuchar al diablo. Lo más triste y decepcionante, es que esos personajes se escuchan, toman sus palabras como leyes estrictas y parece que su entorno no sea más que una casa de muñecas, la cual decoran a su antojo y si eso significa tener que aplastar a una muñeca, no dudo que lo harán. ¿Escucharnos a nosotros? Que Dios nos libre ¿Escuchar a los demás? Que Dios nos libre. Hay que empezar justo donde la razón termina, justo en el lugar en que entra juego eso llamado humanidad, en el punto exacto en que lo inverosímil pasa a ser algo así como normal y justo. Porque queramos o no, es ahí cuando pasamos a ser jueces, justicieros del hombre, que por hache o por be, está en nuestras manos que de una cara surja una lágrima nacida de la alegría o gestada por la tristeza. Y mientras, eso que llaman leyes de los hombres, esas legislaciones intrincadas y escabrosas cual agreste camino óvido que conduce a la cima de una montaña, no tienen nada que decir, nada que hacer. Se inclinan, pero no son Némesis, no pondrán la balanza en los conflictos de los hombres, nos meterán entre rejas por arramblar cualquier minucia a un empresario o por tener una palabra altisonante en un sitio y momento inadecuado o, con suerte, tan solo nos llevaremos un poco de sangre en nuestra camisa, lo cual no es un castigo demasiado fuerte, pero jamás nos pondrán un pozo para que nos reflejemos en él. Y mientras tanto, cuando todo parece que esté acabado, que el hombre se esté acercando más al ideal más robótico y más mecánico, todo se irá adormeciendo como un paciente anestesiado. Oremos al nuevo Dios ciencia para que no nos lleve demasiado lejos y nos haga olvidar que se puede sentir algo más allá de la venganza y la satisfacción. Quizás ha llegado el momento de pensar en algo más que en nosotros mismos y en la pantalla del ordenador.

Cada despertar era para mí un tormento, como si en cada uno de mis órganos hubiese un parásito alimentándose de sus secreciones, provocándome la más intensa de las dolencias. La congoja iba a la par que yo, me sentía víctima de sus largas y melancólicas garras y me arañaba con tanta pasión y fruición que las alegrías por divagar sobre mejores momentos eran totalmente inexistentes, hasta el punto de trocar en inexorables. Pero el despabilarme me recordaba además de que había estado jugando con fuego, que cada día desde los últimos meses estaba impregnado de riesgo innecesario exclusivamente aposentado en mi pereza. Los ánimos no mejoraban con el paso de las horas, tampoco con el paso de los días. Era consciente de que D. me estaba vigilando, que estaba al acecho quizá con una cámara de fotos o de vídeo. Además me sentía constantemente perseguido, durante todas las horas del día, pero no porque tuviese una extraña manía, sino porque me estaba observando, cabría decir que me estaba hostigando, rastreando como un perro que busca una liebre, pero esta liebre no estaba cometiendo ningún delito. Naturalmente, la tranquilidad y seguridad tendría que haber sido mi principal compañera, ya que no vendía y así no tenía de que preocuparme ¡Pero como para no preocuparse! Tener a un tipo dándome caza durante las 24 horas del día era indudablemente motivo de zozobra y de inquietud. Estar dándose la vuelta para comprobar si todavía está ahí y ver como unos pies se esconden detrás de una esquina... era más que razonable mi preocupación. Puede parecer sencillo de resolver: darse la vuelta y buscar al sujeto; mas no es tan fácil, siempre lograba eludir mis miradas como una rata escurridiza, siempre era sigiloso y era como si tuviese todo estudiado al milímetro para encontrar lugares donde guarecerse de mi curiosidad. Era en todo punto insoportable, insufrible, cada día iba a más, estaba completamente irascible y no quería charlar de nada con nadie, mis amigos vinieron alguna vez a mi casa pero ni siquiera me digné a abrir la puerta. Tenía continuos dolores de cabeza, cansancio físico, por la noche padecía insomnio lo cual acentuaba aún más mi malestar psíquico y físico y me alimentaba lo justo. Aun estuve algunos días sin consumir ningún tipo de droga, a riesgo de una posible redada y básicamente porque no podía ir a comprar teniendo a ese sujeto pegado a mi espalda. Ni por la mañana... ni oía ruidos, ni lo veía, pero sabía que cuando yo me levantaba él ya estaba preparado en el portal de mi casa aguardando mi salida; es más, también me imagino que así podía controlar quién entraba y quién salía de mi lar. Insostenible es la palabra que define la situación en que me encontraba, no podía salir de casa; tenía miedo, ya que una persona que está persiguiendo a otra durante las 24 horas del día sin duda puede cometer cualquier locura, un asesinato, una tortura o cualquier otra barrabasada. En definitiva, mi vida se había ido al carajo desde que ese hombre me vio haciendo lo que no tenía que haber hecho jamás.

Pasadas dos semanas, donde agoté todos los víveres, no tuve más remedio que ir a comprar algo para alimentarme, así que fui al supermercado. Estaba pavoroso de encontrarme con D. cara a cara, pero en verdad hubiese sido algo grande, una gran solución, sin embargo no se presentó la ocasión; una vez más esa lagartija conseguía esquivar todas mis tentativas y empeño en charlar, no había forma. D. estaba completamente loco, ese hombre se había vuelto loco y me había tomado a mi como diana. Efectivamente, nada más salir del portal, ya notaba su presencia detrás de mi, observando dónde iba, siguiendo cada uno de mis pasos ¡Cómo si su vida fuese a mejorar por ello! Y ahí seguía, no había manera de despegármelo; fui presto a por la comida. En la calle caía un sol sofocante, algunas bellas mujeres iban muy frescas de ropa, dignas de ser alabadas y contempladas cuanto menos, pero yo no podía pararme a entablar una conversación con una chica, tal y como me encontraba. Evitaba las miradas para no tener que saludar a nada ni a nadie. Me sentía vigilado no exclusivamente por D. sino por cualquier viandante con el que me cruzase, en verdad no sabía muy bien que aspecto podía tener, entre el síndrome de abstinencia, la pobre alimentación, sudores fríos y me imagino que alguna palidez, debía de parecer un muerto paseando por las calles de la ciudad. El ruido de los coches, el alboroto de las calles, el vaivén de personas, las motos, conversaciones insustanciales... todo era para mi algo difuso, como un mundo a parte, mi cognición iba por un lado y mi percepción por otro. Salir a la calle era un tormento del cual me había olvidado, todo parecía verse afectado por la mediocridad y la indiferencia, los transeúntes eran humanos vacuos y adocenados, empeñados en hacer su vida un hábito aburrido y agotador, embadurnado de algunas horas de fruición y deleite, de sexo y sonrisas bañadas por el alcohol. Sentí a una mujer reír con uan risa fuerte, notoria y divertida, se me antojó una hilaridad falsa y fútil, forzada por el cumplimiento ante un cumplido o una chanza incapaz. El sol caía con fuerza, desplomando sus rayos sobre mi coronilla, el olor a suciedad, a dióxido de carbono, a polvo... Algunos obreros empeñados en crear fortunas por un mísero sueldo para hombres que no piensan más que en acaudalar más y más, hasta que rebosen sus arcas. Notaba como me temblaban ligeramente las piernas, a pesar del bochorno iba con manga larga, contraído, con los brazos cruzados, tenía frío. Notaba un malestar general, mis piernas tiraban de mí como si fuese un carro. Sin embargo los músculos estaban tensos, firmes sobremanera, haciendo de mi andar un movimiento penoso y mecánico.

Compré algunos alimentos en el supermercado, pan, agua, refrescos, embutidos y algunos productos congelados, además de algo de papel higiénico... No me atreví a mirar a nadie, iba cabizbajo, triste, acongojado... La cajera evitó en todo momento un mínimo acercamiento, ni tan siquiera me saludó, ni tan siquiera me dio las gracias protocolarias plagadas de inanidad. Me volví a mi casa lo antes posible, sintiendo el aliento de D. a mis espaldas, incluso sospecho que entró en el supermercado, seguro que conjeturó que dentro podía llevar a cabo algún negocio. Llegué en mi casa y caí en el sofá muerto, angustiado y sollozando, esos 20 minutos había sido un tormento.

Ese día comprendí que la situación era ya inaguantable, que tenía que trabajar para mejorarla y que si dejaba el agua correr, rápido terminaría en un sepulcro. Como tenía algo de aprecio a mi vida, tomé la firme decisión de ir a verlo en su sitio de trabajo y ahí cubrirlo en oprobio e injurias, denigrarlo y si era necesario recurrir a la violencia... no tendría dudas en hacerlo. Hiciese lo que hiciese no iba a cometer algo que no fuese justo, incluso la muerte, ese sujeto no merecía tener un corazón palpitante, precisamente porque carecía de él.

Así, al día siguiente decidí ir a la Universidad y armar un escándalo, no sin antes beberme algunos güisquis con cola que me diesen algo de valor. Por fortuna, la venta de cocaína me había devengado grandes ingresos y tenía para vivir durante algún tiempo. Tenía un plan, había urdido una estrategia, pero no voy a anticipar acontecimientos.


(Continuará)