sábado, 10 de mayo de 2008

El fantasma de J.

Si me pidiesen una descripción de ese hombre, no sabría darla, excepto en lo que al plano mental y psicológico se refiere. Físicamente no podría, aún teniendo en cuenta que resultaría más sencillo, siempre que se tratase de otra persona a detallar. Su físico era camaleónico y no se encuadraba en ningún estilo o tendencia concreta, eso junto al hecho de que no pude observarlo directamente con mi mirada, más que ojeadas de soslayo, configuran a la descripción como un imposible. Sin embargo, sí que podría aducir a su parte interna y, por cierto, de una forma concisa, concreta e incluso pormenorizada. Considero necesario entrar en estas aclaraciones antes de llegar al caso ya que tal vez así se pueda explicar de un modo razonable el suceso que acaeció y del cual yo no tan solo fui partícipe, sino singular protagonista, no obstante me tomaré la libertad de no referirme a mis características individuales, poco importan, más aun teniendo en cuenta que aunque héroe de esta historia no fui el que provocó el acontecimiento.

Ese hombre, cuyo nombre desconozco y que prefiero no saber- le llamaré D.-, era introvertido, cabría decir en demasía, aunque no tímido puesto que intimaba fácilmente cuando mantenía un mínimo contacto que, ineludiblemente, tenía que empezar otra persona. Tal y como les suele suceder a los hombres de estas características, era extremadamente culto e inteligente, licenciado en varias carreras, a destacar Historia, Física, Filosofía etc. Aunque no fuese de los que llevan la primera palabra tampoco causaba una primera mala impresión, al menos es la sensación que me llevé en todo el tiempo que tuve el placer y displacer de conocerlo; nunca nadie le faltó al respeto por su carácter reservado y por sus ideas políticas disparatadas, precisamente porque si alguien objetaba alguna de sus enrevesadas presunciones, rebatía con magnanimidad, vehemencia y brillantez haciendo del interlocutor un gorrión pavoroso y cabría decir abatido. Su superioridad exhalaba por todos sus poros como si de una deidad se tratase, no tan solo por su flagrante supremacía con su entorno en general, sino que parecía abarcar todo el globo. Su único problema es que esa superioridad no tan solo era natural, sino que era expresada y consciente y de ahí su introversión y hosquedad con algunos de los que le rodeaban. Esa desavenencia personal le atormentaba y causaba un conflicto interno grave en el sentido de que era su único defecto, el cual le situaba, y lo sabía, por debajo de muchos otros en lo que a humanidad se refiere. Adusto, severo y desabrido acentuado por la falta de afabilidad, la cual provocaba un circulo del cual le imposible salir, ya que su vez su propio conflicto acrecentaba su insociabilidad, siendo así un intratable en según que temas. Sin embargo, no era una persona que causase aversión. Tal vez resulte difícil de entender, pero su extraordinaria inteligencia y destreza hacían de él un fatuo irremediable pero comprensible. Quien tenía el gusto y privilegio de mantener una charla con él, entendería de inmediato a lo que me estoy refiriendo, ya que saldría renacido y refrescado de ideas, aunque también de incoherencias. La superioridad era tan incuestionable que incluso en su petulancia tenía el perdón hasta de los más lúcidos, excepto si nuestro hombre tenía algún día en que se levantaba con el pie izquierdo. Era altamente irascible, y cuando le exaltaban su superioridad trocaba en furia, pero una furia algo esperpéntica, ya que era una furia intelectual donde literalmente azotaba a su interlocutor, como si le estuviese mirando desde un rascacielos, pero siempre dentro de los límites de la cortesía y el respeto.

Mi relación con D. fue más bien pobre, en el sentido de que yo personalmente pocas conversaciones mantuve con él y no fui ni capaz de preguntarle el nombre, tal vez no me interesó y tal vez sí que lo sabía pero ahora está en los recovecos del olvido. Tampoco tenía ningún amigo, era muy suyo, demasiado, aunque como ya he dicho sí que a la mínima se daba un tanto de intimidad si percibía simpatía y buenas intenciones, sin embargo esa intimidad era superflua puesto que jamás acrecentaba más allá de la superficialidad. Contaba aspectos de su vida sin ambages ni remilgos, aunque aquí cabría destacar que en este aspecto era insultantemente parcial. Parcial porque esa nimia intimidad solo la expresaba con los hombres, nunca con las mujeres, era para ellas asombrosamente taciturno, agachaba la cabeza en muchas ocasiones y no les dirigía nunca miradas directas a los ojos más que estrictamente fugaces. No sabría explicar el porqué de esa reserva, pero era desmesurada, tanto más cuanto si la chica era bella, en ese caso se tornaba absolutamente silencioso y retraído, hasta el punto de que muchas veces las chicas duraban pocos minutos hasta después de marcharse, hallándose ellas decepcionadas ante la conducta de D. y desconcertadas preguntándose que habrían hecho mal para que D. se mantuviese enmudecido. Curioso desde luego, teniendo en cuenta la grandilocuencia y facilidad de palabra de que tenía para hablar en público, especialmente cuando se trataban temas de desarrollo tecnológico e informática, temas en los que aunque no tenía una formación específica, dominaba a la perfección.

Conocí a D. gracias a que mis estudios provocaron que nuestras vidas se cruzasen, aunque tampoco fue un conocimiento a fondo, por lo que he dicho más arriba, fue algo superficial. Poco pude hablar con él, además de algún cruce de palabras efímero e insubstancial, pero claro está que el contexto me permitió saber algo más de él. Por aquel entonces, yo estaba en mi último año en la universidad y pude saber de él debido a su participación en algunas conferencias y artículos de distintas revistas. En el plano personal, la primera vez que mantuve una charla fue una vez que lo vi enfrascado en la lectura de un diario mientras se tomaba un café en el bar de la universidad, estaba solo; entonces, pensé que sería buen momento para llegar a conocerle un tanto mejor: sin pedir permiso, ya que juzgué que la cortesía no sería más que una barrera infranqueable, me acerqué a su mesa, posé el café y me senté en la silla justo al frente suyo. Las mesas eran de corte minimalista al igual que las sillas, estas últimas sin reposabrazos, de plástico grisáceo, duro y grueso, sin llegar a ser lisas, su superficie era rugosa, sumamente moteada. Eran sorprendentemente incómodas, hasta el punto de que yo no fui capaz de mantenerme sentado en una de esas sillas por un intervalo mayor de 15 minutos en todos mis años de universidad. De hecho creo que estaban diseñadas precisamente para que los alumnos no se acomodasen sosegadamente y pasasen las horas jugando a cartas o charlando sobre la basura que emite la televisión. Pensando que tal vez la cordialidad no era el mejor método para establecer una conversación, me incliné por sacar el tema que en ese momento me pareció más oportuno y más cercano para ambos, la incomodidad de las sillas. Naturalmente a los 3 segundos, o más bien dicho cuando estaba ya diciendo las palabras a ese hombre que no era capaz de mirar directamente y del cual no tenía una pre-concepción ni pos-concepción como he podido ver a día de hoy, cuando escuché esas conjunciones de vocablos emerger de mi boca, en un tono paulatinamente asustadizo a medida que me adentraba en la simpleza, llegando a la cumbre de la ingenuidad y estupidez con la pronunciación de la últimas letras, me arrepentí. En el momento en que dije “...sillas? ¿eh?” levantó su mirada impertérrita, lo cual fue un alivio para mí, una mirada expresiva, tan expresiva como la inexpresión, pero en el momento en que me vi sumido en el abismo del ridículo, me sobrevino una enorme alegría al observar que mis palabras le provocaron indiferencia. Lo más curioso fue que no contestó a la pregunta y creo que tampoco le impactó el hecho de que no le mirase más que de reojo y solo cuando notaba que D. no tenía sus ojos postrados sobre los míos. Parecía también que en ese sentido la impasibilidad le embargaba. No sabía que decir y nos pasamos un minuto en silencio ambos, él creo que estuvo mirandome durante todo el rato a modo de reproche, pero yo en ese momento consideré no echarme atrás, estaba ante un hombre que admiraba por su brillante lucidez e inteligencia, además de su carisma y capacidad de abstracción y analítica. Parecía como si tuviese todas las características de la inteligencia, incluso aquellas que los psicólogos ven como incongruentes, pero siempre exprimiendo la parte positiva de los estilos cognitivos. Era un genio y lo tenía delante ¿Qué podía hacer? Era mi ocasión de mantener un coloquio con un hombre al que loaba interiormente. Así que antes de que D. llegase a conclusiones precipitadas sobre mi persona, por ejemplo “Este tio es gilipollas” o algo similar, dije unas solemnes palabras que le dejaron un tanto estupefacto, lo cual, dicho sea de paso, decía mucho a mi favor:


-Hace un buen día hoy- dije, justo cuando se me había olvidado lo que había elucubrado y al quedarme en blanco y con la boca abierta, mirándome él fijamente, escupí la primera idea que me vino a la mente.


-¿Acaso estamos en un ascensor? He, he. Mira chico, creo que pretendes platicar conmigo- a veces D.era un poco pedante – sin embargo, no te veo propicio para una conversación, así que sino te importa me gustaría continuar hojeando, y lo digo con h que poco me pueden enseñar a mi los periódicos, este diario donde seguro que sale al menos una foto de una mujer atractiva.


-De todos modos, según dicen, usted lo más cerca que podrá estar de una mujer sexy será mediante ese diario.


Y me fui. Aún a día de hoy no me explico el porqué de esas últimas palabras, el hombre seguro que se quedaría incluso enajenado. Yo conocía que las féminas eran su punto débil, que era un tímido incorregible y que aunque insensible a muchos asedios precisamente por su facilidad de palabra y su flagrante superioridad, aquí con el tema de las mujeres poco podría defenderse. Yo fui ahí, al hoyo e incluso me arrepentí ipso facto. Creo que nadie fue jamás tan degradante con ese hombre como fui yo en su momento... un desconocido que llega y profiere esas ofensas intolerables no se merece, desde luego, ser mirado nunca más por un hombre de sus características. No obstante, me lo crucé alguna que otra vez y tuvo el valor y dignidad de saludarme cortesmente, mostrándose así también infinitamente superior a mí en todos sus aspectos. Excepto claro está en que yo flirteaba muchas veces con éxito, él ni tan siquiera tenía desarrollada la capacidad del flirteo. Pero nadie es perfecto, tampoco D. No podía aguantar la angustia que me provocaba mi falta, especialmente por el hecho de que él mostrase ese orgullo circunspecto y encumbrado. Para resarcirme no tuve mejor cosa que hacer que romper el hielo en una ocasión que de nuevo me lo topé en el bar; había pasado un mes desde mi agravio. Esta vez procuré presentarme con un empaque más decoroso, premeditamente calculé las palabras que tenía que decir y fue relativamente existoso en el sentido que fui capaz de hacerlo, aunque no podría decir que el resultado fuese del todo provechoso, puesto que la conversación empezó sobre la influencia de las nuevas tecnologías en las evaluaciones psicológicas y terminó con un “Todos los errores se pagan” con sonrisa esbozada, ambas por parte de D. No nos encontramos frente a frente nunca más hasta después de mucho tiempo y en unas circunstancias poco prometedoras.


Hechas ya las presentaciones, me toca referirme a la historia que expuse al principio. Empezaré desde el primer punto, desde lo más profundo del pozo para poder ver tanto por mi como para quien lo lea como fue surgiendo la luz a través del oscuro, ancho y frío agujero. Miento, me hundí en un pozo, me metí en el atolladero y veía como la luz se fue alejando, sentí escalofríos a medida que descendía, pero el caso es que no fue voluntario, todo el mundo se puso en contra mía.


Había terminado los estudios en la universidad, los cuales me había financiado con la herencia de mis padres, ambos muertos en un accidente de tráfico cuando yo tenía la temprana, difícil y caprichosa edad de 19 años. Su herencia no fue muy amplia, pero tampoco me pude quejar en su momento, me dio suficiente como para ir pagando impuestos, universidad, obtener el permiso de conducir, algún que otro capricho etc. Además de una casa totalmente pagada y sin ninguna hipoteca ni ninguna clase de deuda. Era hijo único y la herencia me dio para unos años de buena vida. Buena vida- para un joven que ha perdido sus padres, que su familia está lejos en pueblos donde ni los marroquíes querrían vivir y con unas amistades poco responsables- era la vida loca, alcohol, drogas, chicas, chicas de pago, juego y algunos otros vicios. Esto por supuesto sin trabajar, ya que soñaba que después de terminar Ingenieriía de Telecomunicaciones tendría un buen puesto de trabajo. Sin embargo, una vez terminé mis estudios con un éxito mediocre, no tenía ninguna ganas de trabajar y los fondos iban disminuyendo alarmantemente, hasta el punto de que, al año de haber terminado la carrera, me encontraba con un capital insignificante. Pero tal era mi pereza que no fui capaz de moverme para encontrar un trabajo, porque precisamente no me apetecía trabajar. Me pasaba los días deambulando como vagabundo, pero bien vestido y feliz como un niño en el parque. De aquí para allá, sin percatarme de mis problemas de personalidad que con los años se iban acrecentando pero que tan bien tapaba con el consumo de hachís a diario y de cocaína y alcohol esporádicamente. Podría decir que mi entorno, con el lento paso del tiempo fue cerrándose hasta el punto de que cuando me di cuenta me encontraba sin dinero y con unas amistades que se encontraban en una situación similar a la mía en lo que a consumo de drogas se refiere. Y así estaba hasta que conocí a N.


Hace 10 años – ahora tengo 34 – me encontré con un tipo que debía rondar los 45, aunque su rostro demacrado aparentaba más edad. Ese hombre, N., había tenido la fortuna por aquella época de tener determinados contactos entre los narcotraficantes; era un veterano del asunto y ,como tal, se había metido de lleno en todo el entramado que mueve el mundo de la cocaína. N. era un hombre pachucho, enjuto, bajo, feo y arrugado. Sus cabellos parecían pelos de fregona después de haber sido usada, grises, enmarañados, largos y ásperos, parecía que la suciedad se le había ido acumulando en su pelo dando como resultado tirabuzones sólidos y compactos, los cuales exhalaban un hedor insufrible. Sus ojillos eran rojizos y llorones, con unas bolsas protuberantes que daban ganas de ser pinchadas con una aguja a ver si reventaban, y no expresaban nada excepto cuando veía peligro, en ese caso se leía un miedo que en todo punto quien lo viese no tendría más remedio que venderse a su pavor. Su nariz fina parecía que carecía de algunas partes, tenía la carne como absorbida. Finos labios, tez pálida y picada de viruelas. La primera vez que lo vi me impactó, tenía unos andares chulescos, como si las piernas arrastrasen del cuerpo con pasividad. Iba con unos vaqueros excesivamente ajustados, con el pelo suelto en toda su plenitud y una camiseta negra de un grupo viejo de Rock español. Naturalmente cuando lo conocí me llevé una pésima impresión de él, de hecho siempre la tuve, era escoria. No obstante esa escoria a veces puede ser la salvación para un holgazán que tiene las mismas inquietudes en la vida que una gallina ponedora. Me conoció en el momento apropiado y a mi me pareció un ángel venido del cielo pero con una imagen tan peculiar y "divina". Cuando se está desesperado y se pasa algo de hambre para poder subsistir dignamente, cualquiera puede parecer un ángel del cielo pero traído del mil formas, yo pensé que mi suerte, mi moneda de oro, era ese yonki disoluto y astroso; eso, precisamente, fue lo que me hizo creer en ello aun más, las pintas de ese hombre. Más o menos al mes de conocer a N. él había ampliado su negocio, o más bien había subido un peldaño en la escalera del narcotráfico, siendo ahora un pez un poco más gordo y distribuyendo no directamente al consumidor de calle, ya sean niños pijos de personalidad indefinida o pobres diablos con una vida tan triste y vacía que no saben que hacer para que finalice el tormento que no son capaces de ver, pero que con la droga se convierten en personas “felices”, no le vendía a esos pusilánimes sino que pasaba grandes cantidades a los camellos y ellos la iban distribuyendo por las zonas. No había competencia entre camellos, ya que no siempre estaban disponibles y había disparidad en las horas de venta, por lo que aunque cortasen más o menos, siempre tenían su clientela imprecisa. Resulta que un conocido mío le había explicado mi “problema” económico en la típica charla de borrachos y entre copa y copa el bueno de N. no tuvo mejor idea que cogerme como intermediario suyo, en el fondo era un filántropo. A mí me vio como a uno de esos camellos y me propuso que si tenía tiempo de cortar su material y de venderlo, tendría unos beneficios formidables a corto plazo, siempre y cuando supiera moverme. En un principio no fui optimista con el negocio, me pareció muy arriesgado y entre otras cosas rompía un poco con mis principios fundamentales y es que vender veneno para el propio beneficio no es otra cosa que ir matando gente, tarde o temprano alguien moriría por mi ventas, aunque fuese en 10 años, yo habría puesto mi granito de arena, como el coche que ha hecho 100.000 kilómetros supuestamente ha puesto su granito de arena en el deterioro de la capa de ozono. Pero una vez calculados las ganancias - por poco vendiese una venta de 20 gramos a la semana a 20 euros por gramo, que era el beneficio que me ofrecía O., me suponía 400 euros semanales, más que suficiente para pagarme mis vicios y continuar con mi vida errabunda y vacía- me metí en el negocio.



(Continuará)